Lejos del cenagal

Publicado por Rubén el 18/01/2023
Lejos del cenagal
La oscuridad está llegando más rápido de lo que debería y no quiere que se adueñe de la casa. El arquitecto le ha dicho que la casa se tiene que adaptar a él y no al revés, así que decide tirar la pared que tiene enfrente.
Busca alrededor y descubre una enorme maza a su lado. Pesa mucho, pero contaba con ello, se dirige hacia al tabique, que se aleja con cada paso que da, pero no está dispuesto a abandonar. Por fin llega a la pared, recobra el aliento y pega el primer martillazo. Apenas le arranca un desconchón, pero no se desanima. Golpea con más fuerza, no para hasta que un pequeño haz de luz se cuela entre las grietas. Se detiene y deja que la luz le acaricie la cara. Coge aire y vuelve a la carga. Ahora la maza pesa menos y los pedazos de tabique que derriba son cada vez mayores. No descansa hasta que solo quedan escombros. Suelta la maza y abre los brazos dejándose bañar por el sol que entra por el ventanal. Se acerca a contemplar el exterior, y descubre que la casa ha remontado otro poco la colina, el cenagal cada vez queda más lejos.

De pequeño la casa dominaba el valle, desde su porche veía las casas de sus amigos coronando otras cimas, conectadas por senderos que nunca se cansaban de recorrer. No recuerda cuando la casa empezó a resbalar, no se dio cuenta del descenso hasta que ya estaba hundida en el barro. Sabe que la casa ya no regresará a la cima, pero tantos años metido en  la umbría hacen que la falda de la colina parezca el paraíso.

Antes de quitarse el polvo y el sudor, la casa se anticipa a sus pensamientos y estrecha el pasillo que lleva al cuarto de baño. Respira con resignación y lo enfila. Hasta hace poco ni se hubiera molestado en ducharse, pero el arquitecto le ha dicho que no puede ceder, que como le dejé, la casa le robará la voluntad. 

Recorre los últimos metros arrastrándose. La puerta se ha reducido al tamaño de una gatera. Entra medio cuerpo pero la cadera no le deja continuar. De nuevo piensa en el arquitecto, en lo fácil que lo ve todo. Además, qué más da si está sucio o limpio. A nadie le importa. Tanto esfuerzo no merece la pena, así que se arrastra hacia atrás. Cuando por fin sale de la gatera se encuentra en un pasillo amplio, un pasillo que le permite alejarse sin trabas. 
La manipulación es tan burda que le saca de sus casillas. Se agacha, agarra la puerta por el dintel y tira hacia arriba. Al principio no se mueve, pero de repente, como si la puerta se rindiera a su determinación, vuelve a su tamaño normal. 

"Ja" se felicita. 

Ha superado el primer escollo pero todavía no sabe que se va a encontrar dentro. Cada vez que baja la guardia el cuarto de baño le hace la vida imposible. La última vez la bañera era tan alta que no podía meterse, los grifos y los pomos tan pequeños que no podía usarlos y el espejo le devolvía una imagen tan espeluznante que tuvo que taparlo. Da un paso al frente, y todo parece normal, salvo por la toalla que oculta el espejo. Se coloca frente al espejo y tira de la toalla como quien se arranca una tirita. Y Allí está él, observándose con su pijama raído y muy lejos de su mejor momento, pero por lo menos se reconoce. 

Abre el grifo de la ducha esperando que el agua salga helada o hirviendo, pero, contra todo pronóstico, sale a su gusto. Coloca la alcachofa en el soporte superior y se desnuda. Entra en la bañera con cuidado, con miedo de hacer algo que estropee el momento. "Joder con el arquitecto" piensa cuando lleva un rato disfrutando de la ducha.
Llegó al arquitecto aconsejado por otro profesional que no pudo con la casa. Acudió sin esperanza, ni siquiera buscaba solución pero tenía la sensación de que si le exponía sus problemas a alguien de la rama no parecería estar tan loco. Antes de llegar al arquitecto había recurrido a mucha gente. A familiares y amigos, que no podían o no sabían ayudarle, a albañiles, que creían que todo se arreglaba con un poco de cemento y pintura, a ingenieros y otros arquitectos, que hacían reformas sobre las estructuras defectuosas, añadiendo más contratiempos a los que ya tenía.

Estos últimos por lo menos tuvieron la decencia de proveerle de gafas y orejeras para soportar las obras, y durante un tiempo le fueron de gran ayuda. Mientras las usó no se enteró de nada, vivió aislado del ruido y de los destrozos, eran tan eficaces que llegó a creer que todo se había solucionado, y que ya se las podía quitar , pero cuando lo hizo, descubrió que los problemas no se habían ido, que seguían allí.

Sale de la bañera y limpia el vaho del espejo. No le disgusta lo que ve. Recoge el pijama, hace una bola y lo lanza al cesto de la ropa sucia. Desnudo, se dirige a su habitación y se viste con unos vaqueros y una camiseta. Se le antoja un café, y sin ponerse los zapatos se va a la cocina, enfrentándose al frío suelo de la casa.

Recuerda que la primera impresión que le dio el arquitecto no fue muy allá. Le dijo que solo le iba a asesorar, que el trabajo duro le correspondía a los propietarios y que tardarían años en acondicionar la casa, de hecho ni siquiera le daba una fecha de fin de obra. Le dijo que iba a ser un proceso duro y lento porque atacarían a la casa desde la raíz, desde los cimientos.

Le enseñó a leer planos, le explicó que podía ignorar las dimensiones impuestas y las distribuciones heredadas, que podía hacer lo que quisiera en su casa. También le hablo de tipos de técnicas y herramientas que podía aplicar. No dejaban de surgirle dudas, sobre todo cuando las cosas no iban como él esperaba, pero al final, poco a poco y casi sin darse cuenta le estaba dando la vuelta a la casa.

Coge la taza con ambas manos y deja que el café se las caliente antes de darle el primer sorbo. El atardecer se cuela oblicuo por los cristales y se extiende por el suelo de la cocina calentando las baldosas, aprovecha la tibieza que le brindan para acercarse a la ventana y disfrutar de las vistas. Le encanta el inicio de la primavera, la ternura de los primeros verdes, cuando el campo se vuelve amable y deja de pinchar.  

Unos golpes metálicos contra el suelo desvían su atención. Han sonado en la entrada. Se acerca y ve que todas las cerraduras y candados que antes le impedían salir, están desparramados por el piso. La puerta ha quedado entreabierta y parece invitarle a salir.  Hace mucho que no pisa fuera, pero se encuentra con ánimos, así que, sin darle más vueltas, cruza el umbral.  Nota como le envuelve el exterior y como los sentidos recuperan antiguas percepciones. Al principio un poco de vértigo le pellizca el estómago, pero lo ignora, no va a permitir que nada le estropee este momento.

Cree escuchar voces y risas y pasea por el porche buscando de dónde vienen.

Se sorprende al comprobar que el alboroto sale de otra casa, una casa que hace mucho tiempo perdió de vista, y aunque está más vieja y más abajo, la ha reconocido de inmediato. Sus ojos se mueven en busca del camino que las unía y tantas veces recorrió de pequeño, pero parece borrado, engullido por la maleza, y cuando el recuerdo, por fin, le permite situarlo con exactitud, descubre una tímida vereda, apenas un arañazo en la espesura, pero suficiente para guiar sus pasos hasta convertirlo en camino otra vez.

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